lunes, 26 de octubre de 2009

Ceguera temporal

Hacía ya meses se había quedado solo, pero no solo de gente, ni de cosas, ni de aire, solo de ella.

La casa silenciosa le gritaba su ausencia, pero él no respondía, continuaba viviendo, trabajaba, comía, todo como un acto reflejo, sin placer o satisfacción alguna, en su carrera diaria parecía evitar el encuentro con el sol por la mañana al salir de casa, igual que al volver a ella por la noche, la rutina era tal que olvidó observar, olvidó los colores, las formas, iba y venía como el andar monótono de las olas, sin permitir jamás detenerse a recordar.

Una tarde antes de meterse el sol, sumido en el papeleo absurdo de la oficina notó como un rayo diminuto se colaba entre las rígidas persianas y se establecía insistentemente en el escritorio donde sus ojos y sus manos parecían trabajar mas que su mente, como si de manera consciente quisiera llamar su atención, trató inútilmente de ignorarlo, tras varios intentos lo miró al fin, suspiró, saboreó por un momento el tibio sereno de un rayo de sol sobre su espalda, se permitió volver a pensar, a pensarla, todo afuera pareció detenerse y en este espacio silencioso apareció por primera vez después de tanto tiempo un viejo recuerdo, y tenía nombre, su nombre, él y ella, el atardecer, su nombre, armoniosa conjunción de letras que resuenan en su cabeza evocándolo todo de nuevo, texturas, formas, olores, colores, ¿como es posible volver a ver en apenas un minuto?, ¿como se vuelve a la vida con una sola palabra? con un nombre.

Lo asaltó de pronto un pensamiento, como en cámara lenta recorrió la casa en su cabeza, si pensaba un poco más, si lograba visualizar los detalles quizá recordaría, en su mente caminó el pasillo, recorrió la habitación, buscó en la cocina, ¿será que ella estuvo ahí? Si hubiera prestado más atención, si no hubiese olvidado como observar, oler, sentir, sentirla, quizá se habría dado cuenta.
Era claro, ella había estado ahí, pero, ¿cómo no lo notó antes? Sí!, las gotas de agua sobre el lavabo del baño, la ventana abierta y ese aroma, no eran reflejos vagos de su soledad y desesperanza, era un hecho.

Entonces decidió volver a casa, se apresuró antes que el sol se perdiera por completo en la tarde.
Anduvo por la calle saturada de gente, pero no los veía, solo sentía chocar con ellos. Llegó al fin, contempló de lejos la puerta por solo unos segundos, cruzó agitado el jardín, su corazón parecía aun mas desesperado, las llaves se confundían en el temblor de sus manos, entró, miró a su alrededor ansiosamente buscando algo, de pie junto a la ventana volteó la mirada súbitamente como si supiera que estaba ahí, sobre la mesita de lectura una lámpara, junto a la lámpara una pluma, bajo la pluma una carta escrita días atrás.

¿Cómo no lo notó antes? ¿Cómo pudo estar tan ciego?

Afuera el sol se había ido, el universo empático a sus emociones se contagiaba del gris y púrpura de aquel intenso momento, él con la carta entre las manos, temeroso finalmente la abrió, al termino de la primera línea, las nubes comenzaron a formarse en el cielo, en la segunda escuchó el viento soplar fuertemente, aun no llegaba al final y la lluvia ya caía.

La carta temblaba ahora en una sola de sus manos, el viento sopló con mas fuerza, sus ojos no lloraban, seguían abiertos, fijos, ahora miraban hacia la nada, en un momento sintió desvanecerse, la mano perdió fuerza, se abrió y la carta finalmente cayó por la ventana flotando unos instantes en el viento, tocó el suelo abrazada de su ultima esperanza, el agua corría por las orillas de las banquetas y la carta corrió con ella.

Escrito : Abril 2009

viernes, 23 de octubre de 2009

Un minuto


Espero sentada, por suerte, al fondo de un largo túnel oscuro un par de luces diminutas acercándose a gran velocidad acaparan mi atención, de pronto el ruido de la multitud apresurándose a ganar un lugar cerca de la puerta me distrae de ese breve momento de abstracción. El sonido se hace de nuevo.

Se abren las puertas y una marejada de gente se enreda y confunde en el entrar y descender del vagón, típico desorden generado por consciencias individualistas, ciegas a la presencia y necesidades de otros.

Finalmente estoy dentro, luego de encontrar un sitio, no podría decir adecuado, para sobrellevar el viaje, mis ojos comienzan a vagar alrededor.
Descubro una variedad infinita de texturas y colores de piel, miradas de ojos grandes, unos cansados, irritados, otros despiertos, de colores, cuellos sudorosos, caras brillantes.
El evidente cansancio de una mujer embarazada que se acaricia el vientre mientras lanza un grito apaciguando a dos niños que pelean por el lugar junto a la ventana me contagia invadiéndome con la necesidad de un asiento vacío.

Al fondo del vagón una pareja de adolescentes se besa despreocupadamente, se rozan la piel con las manos sucias, probablemente olorosas a pasamanos de transporte público, pero no parece importarles.

La mágica experiencia de conocer tan diversos personajes, se ve interrumpida al percatarme de una desagradable sensación sobre mi mano derecha sujetada al tubo metálico al igual que otras cinco o seis más, volteo la cara lentamente, es una húmeda y tibia respiración que no viene sola, la acompaña una mirada furtiva dirigida al brevísimo orificio que se forma con el último botón de mi blusa ajustada a la altura del pecho, y una sonrisa a medias que sutilmente sugiere algo que no puede provocarme sino repulsión.

Ya no puedo volver a mi momento de apreciación en aquellos personajes.
A las diez en punto un hombre con tatuajes en el cuello y manos, se busca algo apresuradamente entre la chamarra y observa alrededor, yo presiono mi bolsa contra mi.

Otra mirada insistente a la parte trasera de mis pantalones hace subir la tensión.

Llegamos a otra estación, el vagón esta a reventar, aún así suben alrededor de diez personas, la situación se “comprime”, las puertas intentan cerrarse inútilmente, una vez, dos veces, en la tercera corren con suerte y a fuerza de empujones, lo logran.
El aire limpio no existe aquí dentro, y el poco “sucio” existente parece esfumarse conforme las puertas de cierran.

¿Cuántas estaciones más?, ¿Cuántos minutos por cada estación?

La pareja al fondo sigue besándose, pero mi visión no es ya tan clara, me siento acosada por cada persona que me dirige una mirada. El calor sube.
Al parar en la siguiente estación se puede observar que llueve afuera, aquella frescura se ve tan lejana.
Las puertas se cierran de nuevo y la única humedad aquí es cada vez más asfixiante y esta combinada con toda clase de olores.

¿Cuántas más?

Hago la operación mental sin lograr ver la ruta publicada en la pared junto a la puerta.
La presión me ahoga, las puertas se abren, la gente pasa a mi lado, empujan, me rozan, salen, entran, yo ya no distingo el nombre en el aviso de la estación, solo recuerdo que es naranja donde debo bajar, estación naranja, una más, ahí seré libre de nuevo.
El minuto mas largo pasa frente a mis ojos, me respira en la mano, observa insistentemente la parte trasera de mis pantalones, me amedrenta con un arma oculta en la chamarra, me provoca asco con besos sudorosos y caricias malolientes.
¡No puedo más!
Otro segundo y estaré tirada inconciente a merced de todo lo que me acecha, debo mantenerme en pie un poco más.
Solo un poco más.

Naranja por fin, las puertas vuelven a abrirse, con las pocas fuerza que me quedan lucho contra la ola de gente me que empuja hacía adentro. Mi pie izquierdo siente el aire fuera del vagón, empujo con más fuerza, toda la que me resta, alcanzo a mirar la luz, ya falta poco, la gordura de una mujer de alrededor de cincuenta años me impulsa de golpe. ¡Soy libre! Completa miro hacía atrás y a los lados asegurándome que nadie me siga, con un renovado valor subo corriendo las escaleras y me alejo rápidamente como quien huye de un pasado que necesita olvidar.

domingo, 18 de octubre de 2009

Azul sublingual


A algunos les resultará difícil entender como puedo sentir nostalgia y a veces hasta añoranza de aquellos días de ojos hinchados, pensamientos difusos y espejos estrellados contra la pared, estos últimos perfectas armas caseras, cuando reinventaba la variedad de opciones para el suicidio perfecto, ya saben, la escena prefabricada,la habitación en desorden, la carta donde no se culpa a nadie pero entre líneas y chantajes emocionales se asoman comentarios intencionalmente dirigidos a provocar el remordimiento de aquellos que si bien no se opusieron tampoco colaboraron con mi felicidad, hasta entonces nadie me había avisado de un modo mas provechoso de usar la particular imaginación de que era poseedora.

En esos días ante la preocupación de mi madre, mis intentos fallidos y la evidente extinción de espejos y demás objetos rompibles en casa, fuí arrastrada hasta el consultorio del eminentísimo psiquiatra , que en palabras de mi madre “Saco de las sombras” al hijo soltero y cuarentón de la prima del abuelo del cuñado de una mujer de muy extraño aspecto que mi madre conoció días atrás en la fila de uno de uno de esos trámites burocráticos, mientras intentaba corregir el nombre de la abuela en su acta de nacimiento expedida muchos años atrás en el antiguo San Bartolito, cabe mencionar que a la Abu la sepultamos hace mas de 7 años, mi madre y su obsesión por corregirlo todo, incluso a mí.
Pero volvamos al punto, heme ahí, en ese enorme consultorio, con altas paredes en verde sobrio, con diplomas y reconocimientos colgados en ellas, luz tenue, un ostentoso escritorio de madera con un cristal transparente encima, un tarjetero, demasiado serio para mi gusto, una pelota de béisbol montada sobre una base metálica, muchos papeles en carpetas y una de esas figurillas de metal móviles que se balancean de un lado a otro guardando el equilibrio y que jamás se detienen .
-Pues bien- me dijo -Comencemos con el motivo que te trajo aquí- como si no supiera que iba a decir eso, todos los médicos inician cualquier consulta con esa frase requemada, dicho eso sacó de su cajón un interesante reloj de arena y volteándolo lo puso sobre la mesa, debo confesar que mi primer encuentro con ese reloj fue agradable, tengo un particular gusto por las cosas antiguas.
No recuerdo bien sus palabras de ese día pero recuerdo haber observado con curiosidad casi infantil como los granitos de arena bajaban y armonizaban con el tic-tac del reloj de péndulo colgado en la pared detrás de mí, también hermoso por cierto.
Asistía semanalmente a mi consulta, me sentaba una hora a observar granitos de arena y escuchar el reloj y otros ruidos que venían de afuera. Los pacientes que esperaban su turno a veces tenían conversaciones muy interesantes, cuando no conseguía escuchar bien fruncía el seño y giraba un poco mi cabeza, al doctor parecía gustarle eso, seguro sentía que estaba prestándole mas atención a sus palabras en ese momento. Sinceramente me parecía una manera absurda de desperdiciar el dinero, tranquilamente podía quedarme en la salita de espera por una hora escuchando fascinantes conversaciones de gente trastornada y sin pagar un centavo, lo único que sacrificaría sería la emoción de adivinar a quien pertenecen las voces al salir del consultorio, verlos a todos mirarme mientras yo trataba de adivinar quien era la del marido infiel, o quien el de los vecinos recién casados que no le dejan dormir 3 veces por semana.
Y es que no podía evitarlo, no podía creer que un ser de genero opuesto al mío, que me doblaba la edad, que soportaba estar rodeado de paredes verdes y que mantenía el tiempo de cada paciente bajo presión auditiva y visual no con uno si no con dos relojes a la vez, podía realmente entender lo que me pasaba en aquel momento y ayudarme.

Ni yo misma podía entender mi hartazgo por la vida, mi injustificado cansancio, la repentina tristeza y esas ganas de llorar de la nada. Había un vacío.
Solo bastaba decir que estaba mejor y asentir con la cabeza mientras él hablaba para salir bien librada cada día. Nadie podía ayudarme.

Un día para fortalecer mi “mejora” el doctor decidió agregar unas pastillas a mi tratamiento, pensé que era innecesario pero eso podía liberarme de asistir al consultorio de manera tan frequente, ahora podría argumentar que de sentirme mal una de esas maravillosas pastillas me ayudaría a salir adelante.
La primera noche con las pastillas en mi mano las observe por largo tiempo, debo confesar que la idea de ingerirlas todas de golpe paso por mi mente pero a decir verdad ya me estaba cansando del drama de los intentos suicidas que hasta ahora no me había dado nada de lo que esperaba.
Tomé la pastilla y la coloque debajo de mi lengua como indicaba la receta, era grande, azul y se deshacía lentamente integrándose con mi saliva, era de un dulce suave, por momentos ácida, poco a poco me fué invadiendo todo la boca, fuí sintiendo como su efecto empezaba a llegar a mi cabeza, de pronto todo era ligero, mis manos, mis brazos, una cosquilla deliciosa me invadía todo el cuerpo de a poquitos, comencé a sudar, el cosquilleo en mi cuerpo se torno sensual, como si unos dedos húmedos se deslizaran despacito por mi estomago descubierto, llegaran hasta las piernas, fueran y vinieran como viento rozando mi piel sutilmente, no dejaba de moverme en la cama con los ojos cerrados o en blanco, no lo sé, ¡que sensación tan maravillosa! Me sentí plena, en ese momento no importaba nada, ni el reloj de arena, ni los espejos rotos, ni mi madre, pensando un poco no podía encontrar ninguna razón para seguir deprimida, la vida parecía hermosa, todo lo que tocaba y veía parecía estar hecho de algodón, todo era acariciable, besáble, mordible y azul como las pastillas, no dejaba de pensar en la posibilidad de que una pastilla mas podría hacerme sentir doblemente plena, lo dude un poco antes de tomar la segunda en mis manos pero esta vez no la puse debajo de la lengua si no que la acaricie con ella, lamiéndola suavemente y así todas, una a una disfrutándolas cada segundo como un orgasmo lento y prolongado, pensaba todo el tiempo en el momento del éxtasis total, cada segundo me aproximaba mas y mas, todo mi cuerpo temblaba, el azul me invadía irremediablemente, mi respiración estaba cada vez mas cortada, algo quería salir desesperadamente de dentro de mi y liberarme, sentí que nacía en mis intestinos y subía lentamente por mi estomago, se agolpaba en mi garganta, empujaba mas fuerte cada vez, cuando ya no tuve mas valor para contenerlo, salió un desesperado grito final que cimbró las paredes de mi casa, las del vecino, incluso, la propia tumba de la abuela y hasta las paredes de las casas del mismo San Bartolito, el grito atrajo a mi madre inmediatamente, ella se quedo de pie junto a al puerta sin hablar, y ahí estaba yo, en la cama tirada, mojada en sudor, sin una escena prefabricada, sin una carta de esas que no culpa a nadie, sin pastillas, sin vida.
Escrito : Mayo 2009

sábado, 17 de octubre de 2009

Sin que nadie lo sepa



En una visión panorámica del mundo minimizo la existencia a ese lugar cualquiera donde estemos. (EG)